Lorena Lago

 

LORENA LAGO (Vilagarcía de Arousa) | 09/12/2016

Érase una vez un mundo en el que mis amigos me relacionaban con un personaje de la película de dibujos animados que se titula «Del revés (Inside Out)». En esta película se representa el funcionamiento de las emociones y, según ellos, el personaje de Tristeza me venía como anillo al dedo.

Tristeza, además de convertir recuerdos alegres en tristes, también desempeñaba otras funciones útiles para el ser humano. Yo siempre pensé (era un poco mi escusa) que seguro que esa emoción ofrecía una ventaja; al igual que el miedo nos ayuda a huir del peligro, la ira nos incita a luchar y el disgusto nos hace rechazar cosas que nos podrían hacer daño. Y efectivamente, existen varios estudios que relacionan la tristeza con una mayor activación fisiológica que despierta al cuerpo para que la persona responda después de una pérdida. Mi pérdida, la que provocó esa activación e hizo que me despertase y que me convirtiese en una persona más feliz, fue el diagnóstico de Esclerosis Múltiple.

tristeza

Me considero afortunada, pues mi diagnóstico no se hizo de rogar, no fue un ir y venir constante al hospital ni tampoco una acumulación de diagnósticos incorrectos. En mi caso fue un “bonito brote” el que condujo a saber que era esclerótica. Ahora, que conozco un poco más la enfermedad (pues al principio era una ignorante en el tema) creo que mi cuerpo me ha ido dando pistas: desde un suceso de “olvido de la capacidad del habla y de la capacidad para escribir” (que asumí que se debía al estrés por los exámenes de la carrera), a un cansancio inusualmente fuerte y a problemas con la temperatura corporal.

Una mañana de un miércoles cualquiera me levanté para ir a trabajar, como siempre, pero con un hormigueo extraño desde los pies hasta la rodilla. Como soy un poco hipocondríaca intenté relajarme y pensar en que se me pasaría, pero no, el hormigueo siguió subiendo a lo largo del día. Se lo comenté a mis padres, a mi jefe, a mis compañeros y todos creíamos que podía ser un pinzamiento, algo muscular. Ese día me fui a dormir algo preocupada, pero me dije: «bueno, ¡mañana será otro día!» y sí, fue otro día, pero peor. Ese hormigueo había subido ya hasta la barriga y además, había perdido la sensibilidad de la cintura para abajo. También noté que el equilibrio no era el de siempre. Algo fallaba, aquello parecía haber dejado de ser hipocondría y se había convertido en algo serio.

En urgencias me hicieron los típicos análisis de rutina sin encontrar nada. Sin embargo, unas horas después apareció por allí una internista y me dijo: “voy a llamar a neurología del hospital de Pontevedra porque tu caso me parece que concuerda con síntomas claros de esclerosis múltiple». Esta frase, que hasta hace pocos años sería muy poco probable, fue la primera señal de alarma en mi cerebro: «¿esclero que?». A la llamada le siguió mi traslado al área de neurología del otro hospital. Esa misma noche apareció un nuevo síntoma, un dolor en la zona abdominal, como si te abrazasen muy muy fuerte, hasta el punto de vomitar del dolor.

Las pruebas no se hicieron esperar: análisis de sangre, de orina y una punción lumbar (tres pinchazos pues mi médula no quería salir). El lunes, la neuróloga me comentó que había solicitado una resonancia magnética porque aún no tenía claro el diagnóstico. A día de hoy, creo que la neuróloga disfrazó la verdad, creo que pidió la RM únicamente para confirmar; ya que ese mismo lunes me pusieron los corticoides. Finalmente, el viernes de esa semana me hicieron la resonancia y seguidamente el diagnóstico: “tienes una enfermedad neurodegenerativa desmielinizante conocida como esclerosis múltiple (aparecen manchitas en el cerebro y en la columna, algunas anteriores a este brote) y te vamos a dar el alta”. Yo pensé: «Ala, toma hostia y ahí te quedas!»

Cuando llegué a casa, el miedo y la incertidumbre se adueñaron de mí: ¿podría recuperarme? ¿volvería a sentir las piernas? ¿que sería lo próximo? ¿podría defenderme por mí misma? ¿sería una carga para mi familia? Durante mi primera semana en casa, por si no fuese poco, empecé a tener dolor en los ojos y dificultad para enfocar. Este nuevo “problemita” convirtió mi miedo en un nerviosismo constante, lo que acentuó todos los síntomas anteriores.

La primera consulta con la neuróloga no me tranquilizó. La neuróloga, que intentaba ser empática pero no lo conseguía, me explicó que tenía EM recurrente-remitente y que existían tratamientos, que no curaban pero que ralentizaban la enfermedad. Unos meses después, cuando se autorizó el tratamiento, acudí al hospital y allí conocí a Loli, una enfermera encantadora que me iba a enseñar a inyectarme. Yo, que le tenía pánico a las agujas, tendría que pincharme tres veces a la semana. Loli me preguntó por donde quería empezar (había varias zonas posibles: brazos, barriga, piernas y culo) y yo le dije: “por la barriga que es el sitio que más me impone”. Aprendí a utilizar el autoinyector y me dispuse a pincharme. El ruido que hizo el autoinyector, por lo menos para mi, fue atronador. “Uff, no era para tanto…”, pensé justo después del pinchazo, pero al minuto empezó un dolor intenso en la zona que no me esperaba y, ese dolor inesperado sumado a mis nervios acumulados derivaron en una reacción vagal. Perdí el conocimiento y claramente, yo ya no os puedo contar más. Todo quedó en un susto, pues no había sido el tratamiento el que me había hecho eso sino yo misma.

Mi miedo y mis nervios ya me habían jugado dos malas pasadas. Sabía que necesitaba ayuda, pues yo misma era peor enemiga que la EM. Mi familia fue siempre mi mayor apoyo pero no era suficiente, así que acudí a una psicóloga que me ayudó muchísimo. Sin embargo, el gran cambio tuvo lugar cuando conocí a Paula (una chica de Vigo que llevaba ya dos años diagnosticada) a la que pude preguntarle todas mis dudas. Paula se convirtió en mi entrenadora de EM, mi maestra y con el tiempo en mi amiga. Me habló de lo bueno y de lo no tan bueno desde la experiencia y no desde la teoría de un libro. Fue empática y sincera en todo momento y me ayudó a entender que tenía que aprender a vivir con la EM y no a luchar contra ella.

Y en ello estoy, EMpezando a vivir con mi nueva amiga (la EM) y lo que es mejor, lo estoy consiguiendo. Transformé mi tristeza en ganas de vivir, en ganas de luchar, en ganas de ser FELIZ.


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Comentarios de Facebook

8 Responses to

  1. Patricia dice:

    Que gran artículo Lorena y cuanta sinceridad en tus palabras. Es muy motivacional ver como eres capaz de superar día a día los retos que te da la vida. Bravo!!
    Estoy segura que tus palabras pueden inspirar a alguien que recien sea diagnosticado y se encuentre perdido.

  2. Dory Rosado dice:

    Gracias Lorena, tu experiencia y emponderamiento, van a ayudar a muchas personas. Hoy me has ayudado, he tenido una semana bastante mal, y experiencias como la tuya @empositivo,ayudan también a los que llevamos muchos años con una enfermedad crónica.
    Gracias por tu sonrisa y tu lucha.
    Un gran abrazo

  3. Pablo dice:

    Sin duda es una gran forma de hacer ver a otra gente que el mundo no se acaba con el diagnóstico. La actitud e historias como la tuya ayudarán a mucha gente, estoy seguro. Enhorabuena por compartirlo y dejarme ser parte del equipo. Sigue así.

  4. Eva dice:

    Eres una inspiración, valiente!

  5. Begoña dice:

    Qué fuerte eres Lorena! ? Me he sentido identificada en muchas cosas! Gracias Lorena.

  6. Emilia García dice:

    Gracias,Lorena.Al leerte se me ha escapado una sonrisa púes me he visto reflejada.Gracias por haberlo escrito tan bien.

  7. Celia dice:

    Durante un tiempo fui profe pero,la vida ha querido que ahora seas ,tú,mi maestra en la lucha contra una enfermedad crónica.Ya somos dos pero me apoyaré en ti y mi valentía se sumará con la tuya.
    Gracias

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